por Marisol Oviaño
Hace más de veinte años que estuve en su casa por primera vez. Ya entonces, me pareció un país independiente; hábitat de una manada de hijos, mastines y gatos comandados por la loba alfa. Que se movía como una pantera; todavía hoy es un placer verla caminar.
La casa había sido diseñada por su exsuegro, un arquitecto que ajustó su programa a la precariedad económica de mi amiga y que, abierto al optimismo, dejó todo preparado por si algún día a ella le iba mejor y quería agrandarla. Durante la primera fase de nuestra amistad allí no había puertas, las paredes estaban de cemento —que ella fue pintando—, los grifos eran las propias cañerías y ni siquiera se había cubierto el rasillón del tejado. Eso sí, tenía suelo radiante. Pero, aunque los techos eran altísimos y toda la construcción tenía un intimidante aire industrial, ella conseguía que fuera una casa acogedora. Especial.
Entonces yo era joven, vivía en un adosado, estaba felizmente casada y era madre de dos niños pequeños; ella estaba sola con tres hijos, dos de ellos bastante mayores que los míos. Yo estaba empezando a construir mi biografía y ella, que me llevaba algunos años, estaba reconstruyéndose tras el penúltimo naufragio.
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